Se hizo esperar. Pero aquella espera no venía, como tanta otras veces, dictada por un capricho, sino por los años que entorpecían sus movimientos. Avanzaba lenta y torpemente con la ayuda de andador, de esos que parecen que los que lo utilizan han de realizar un denodado esfuerzo para no tropezar con los cientos de obstáculos que inconscientemente les ponemos, coches y motos mal aparcados, aceras sin el adecuado desnivel que suavice y mitigue la abrupta caída del bordillo hasta el asfalto. Su mirada me buscaba con curiosidad, esa que muestran muchos clientes antes de subirse al taxi, tal vez para atemperar esa leve inquietud que siempre produce un viaje por muy corto que sea el trayecto. Me sonrío con complicidad como dando el visto bueno, admitiendo mi confianza, tal vez por resignación, pero no mostró recelo alguno.
Elegantemente vestida, perfectamente peinado su cabello plateado, denotaba un intrínseco gesto coqueto a pesar de la edad. En su rostro sereno lucían vestigios de una remota belleza. Ochenta y seis años me dijo más tarde que tenía.
- Hola, soy María Dolores – dijo una vez acoplada en el asiento del copiloto, con una voz tan firme que me sorprendió - ¿Y usted como se llama?
- Me llamo Rafael.
Esta vez no mentí. Suelo hacerlo con frecuencia e inventarme un supuesto nombre celoso de mi intimidad, como si la verdad fuese a quebrantarla.
- ¡Oh! Rafael, como mi primo de la que estuve locamente enamorada – dijo con un suspiro de melancolía – Era tan guapo, tan altivo, tan varonil que aún me estremezco al recordarlo. Hace tanto tiempo de eso. Pero él siempre andaba flirteando con una y con otra, entonces, decidí olvidarlo. Claro, no lo logré. Pero qué puñetas había que seguir viviendo. Y viví.
Me contó su vida como profesora de instituto, sus viajes en coche –un mini- acompañada de sus más íntimas amigas y compañeras, también profesoras, por esa carretera tortuosa de los montes desde Sevilla a Málaga y los viajes de regreso entre risas, alegrías, dichas que nos otorga la juventud. Un coche cargado de felicidad y jolgorio. Un coche lleno de ilusión. Contó cómo se había marchado a Brasil, a Panamá y otros maravillosos países caribeños donde pasó años dichosos. Desprendía su conversación, por sus descripciones, por sus palabras, una dilatada cultura que me iba cautivando paulatinamente.
- ¿Ésta es la avenida Juan XXIII, verdad?
- Sí, es esta –respondí.
- Mi Papa preferido junto al actual, el Papa Francisco – me confesó irradiando ternura su mirada -. Fue un grandísimo Papa.
- ¿Sabe usted que existió otro Juan XXIII allá por los siglos XV y XVI? Que fue desposeído de sus prerrogativas pontificias durante el Concilio de Constanza, que él mismo había convocado para acabar con el cisma de occidente, y despojado hasta del nombre y por ello lo pudo utilizar, a mediados del siglo XX, al que hoy conocemos como tal.
Fue un ataque de vanidoso orgullo lo que sentí, tratando de ponerme a la altura de la fascinante perorata con la que estaba embaucando y el cómplice silencio de su acompañante, una mujer de mediana edad, sentada en la parte de atrás del taxi.
-Sí, lo sabía. Había por aquella época tres papas – dijo sus nombres y aquello me desarmó. - ¿Ha sido usted sacerdote? Lo digo porque me resulta extraño que alguien que no se interese por los temas de la Iglesia conozca ese hecho.
-No. No he sido sacerdote. Me faltan muchas cosas para poder serlo, sobre todo vocación – me pareció oportuno ocultar y parapetar mi descreimiento tras esa carencia de vocación -. ¿No será que se extraña por el hecho de que un taxista sepa eso?
-Tengo una enorme consideración por los taxistas. Cuando era monja, de misionera en Brasil había uno que nos ayudaba a diario en la misión. Era un gran hombre…
-¿Usted ha sido monja? ¡Usted ha sido monja y me ha contado con esa naturalidad lo de su primo Rafael!
- Sí, he sido monja y dejé de serlo porque me enamoré de un profesor compañero mío de instituto y nos casamos. Yo, entonces, tenía cincuenta años y a él no le importó mi vocación.
-Debió usted ser una monja muy avanzada para la época.
Con mirada teñida de una profunda y sabia ironía preguntó:
-A ver, Rafael, ¿acaso cree que las monjas no somos mujeres?