Hay que tener una enorme y asombrosa capacidad narrativa para contar una historia ceñida a un escenario único y cerrado, por muy lujoso que este sea (el Hotel Metropol de Moscú), y no convertir la historia en algo tedioso, agobiante e inmensamente aburrido.
No cabe la menor duda de que Towles lo logra, y lo hace sobradamente, de manera atrapante, humana. Se antepone que el epicentro de la narración es la historia de un ser humano, no de un aristócrata que no suelen gozar de mis simpatías. Este es un hombre con refinados modales, amante de la buena mesa y lka exquisita copa, que esgrima la típica cortesía de la aristocracia y además le favorezca realzando las simpatías del lector.
El escenario, repito, es único, la atmósfera que envuelve al escenario es opresiva (la dictadura soviética, la estalinista) el autor la denuncia sin hacer proselitismo, sin estridencias ni aspavientos. Simplemente, nada más y nada menos, está ahí, es parte importante del escenario, pero no es el epicentro del mundo del protagonista que sigue desarrollando sus quehaceres y amores como si nada le afectase. No por resignación sino por acomodamiento.
Es una obra magnífica, de inmejorable arquitectura literaria. Sobresale el amor, no solo el carnal, sino el filial, el de la amistad, el de la lealtad a unos principios inquebrantable. La libertad siempre está en el horizonte, el anhelo de libertad siempre late en el corazón de la novela.
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