Con cierto recelo observo desde un segundo plano los hechos que acontecen en nuestro país. No me atrevo a dejar que un excesivo entusiasmo guíe mi imaginación, son tantas ya las decepciones, tantos los desencantos que no me siento con fuerzas de afrontar uno nuevo. Pero no puedo negar que en mi subyace una satisfactoria alegría al constatar signos de rebeldía en quienes veía aletargamiento y amodorramiento intelectual, desidia ideológica, aborregamiento colectivo, apatía generalizada.
Me tocó vivir, in situ, el Mayo del 68, que mi incipiente adolescencia no me dejó comprender en su plenitud, pero si recuerdo tener la certeza, una idea que me rondaba la mente entonces, que algo importante estaba ocurriendo, cuando veía a mis compañeros de colegio, de cursos más avanzados; a mis vecinos, a los alumnos del Lycée; a los obreros de las fábricas, compañeros de mi padre y padres de mis compañeros, prepararse como lo hacen los guerreros antes de entrar en batalla para ir a gritar sus anhelos de libertad, desasirse del hastío ideológico, de la opresora falta de libertad, que las democracias acomodadas a sistemas negadores de la participación ciudadana limitándola a la simple emisión de voto, nos someten; aquel cautivador y poético lema de ¡Parad el mundo que me bajo! tan lleno de desesperada desazón.
Me tocó vivir los últimos años de un oscuro periodo en la que desembocó la Guerra Incívica que desgarró y desmembró a familias enteras. País dividido, naciones y regiones fraccionados, ciudades fragmentadas, barrios desintegrados, gente separada… Lleno de odio y miedo.
Luché con todas mis fuerzas para que me devolvieran lo que nunca nadie debió de arrebatarme; contra quienes nunca gozaron de la prerrogativa de negarme lo que me impedían: la libertad, la capacidad de elegir mi destino, ni disfrutaban del privilegio de poner palabras en mi boca que antes no hubiera dictado mi corazón. Quería leer libremente, quería oír con libertad, quería hablar sin cortapisas, vivir en definitiva, pero hacerlo sin lastres. Y ante mi se abrió una senda, orillada de frescura, de frondosidad, tal vez una senda errónea, no lo sé, pero era mi senda, la que yo había elegido. Recuerdo que alguien me dijo: Ven, hagamos juntos el camino que nos conduce a nuestros sueños y entonces le di la mano, y a su vez agarré la de quien me acompañaba al otro lado y repetí las palabras que momento antes me habían dicho. Junto hicimos un larguísimo y fastuoso camino, lleno de escollos y llantos, lleno de obstáculos y dificultades, pero donde no cabía el desaliento ni el abatimiento. Nos adentramos por senderos sombríos y húmedos, espinados, hediondos y fétidos por las emanaciones de la ciénaga que nos rodeaba. Pero la certeza de hallar pronto nuestro destino, un claro en la lóbrega espesura donde pudiese penetrar la luz que pugnaba por atravesar las oscuras copas de los árboles nos empujaba a seguir adelante. La negra frondosidad, árboles de troncos revestidos de líquenes negros, donde jirones de dolor colgaban de sus ramas confiriéndoles tétricos aspectos, disfrazándolos de fantasmagórico semblante, oscurecía nuestras mentes, pero nunca nuestras esperanzas.
Al fin el calvero, lleno de luz, donde los rayos de sol parecían querer herir nuestros ojos tan desacostumbrados a tal fulgor.
Pero esa luminosidad fue apagándose, difuminándose como se diluye las luces crepusculares ante que la noche todo lo envuelva. Nuestras manos se desunieron, disipándose nuestras esperanzas.
Hoy veo desde mi ventana un leve rayo de luz… ¿será este un nuevo claro en este bosque de tenue luminosidad?
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