Terminada la recogida de los enseres de
la cocina, la panza satisfecha, el hambre saciada o al menos
aplacada, la digestión a punto de iniciar su momento de transmitir
una irrefrenable modorra, aún con el amargo sabor del descafeinado
sin leche, apenas una gotita para rememorar, con trampa, aquellos
cafés cortados de sobremesa capaces de resucitar un muerto y que le
empujaban y animaban a proseguir con sus tareas laborales; nada de
azúcar o edulcorante para exprimir todo el sabor, el hombre se
dispuso a comenzar uno de los momentos preferido del día: la siesta.
Apenas acoplado en su sillón favorito, ubicado en el lugar favorito,
el más fresco de la casa, indicado inocentemente por Jacky, su
mascota, un Yorkshire dulce con ellos y arisco con el mundo, cariñoso
con ellos y huraño con los desconocidos -en algún lugar había
leído que los perros siempre sesteaban en el rincón de la casa
donde reinaba la mayor frescura durante los veranos- y desde
entonces, admirando la sabiduría animal y canina, ambos compartieron
ese rincón hasta que su mascota un mal día decidió morirse porque
ya estaba bien, sumiéndole en un profundo dolor cargado de añoranza.
Cerró los ojos rezándole a los
dioses, a todos, pues el hombre no hacía distinción entre uno y
otro con la finalidad de ahorrar disgustos innecesarios a los
olvidados por negligencia o ignorados por desconocimiento, para que
algún operador u operadora de Vodafone no tuviese la nefasta
ocurrencia de llamarlo para hacerle una irrechazable oferta,
infaliblemente a esa hora tan sagrada para todo español de bien que
es la de la siesta.
Apenas cerrado los ojos, exhalado el
suspiro de alivio, antesala de los momentos gloriosos que uno se
dispone a disfrutar con profunda quietud y placidez, oye como la
puerta de casa se abre y cierra, oye unos conocidos e inconfundibles
pasos leves y gráciles, entusiastas, llenos de vida e impaciencia.
Los pasos se detienen. Un ineludible compromiso se ha interpuesto
entre ellos. El hombre abre un ojo, el derecho para más seña,
lleno de asombro e impaciencia, algo decepcionado por el violento
quebrantamiento de sus irrealizables planes. El izquierdo, permanece
cerrado, resistiéndose a abrirse con pereza. Con la borrosa visión
del ojo derecho, que apenas ha gozado de unos segundos de relax,
entrevé los alegres saltitos de un ángel que corretea hacía él
con desasosiego e intranquilidad, sus bucles y rizos saltarines, de
un castaño tan claro que parecen rubios, llenos de vida propia,
gozadores de una autonomías plena, repletos de tocante armonía
revoloteando a los cuatro vientos. De repente el ángel salta sobre
las maltrechas y artríticas rodillas del hombre. Pero es tal el
placer de ver a aquel querubín, que apenas siente dolor. Se dan un
fuerte abrazo, se llenan los carrillos de besos sonoros, húmedos y
sinceros. Abuelo y nieta siguen fundidos en un abrazo inquebrantable
como un aleación metálica, imposible de desunir una vez enfriada.
– ¿Y mamá?– pregunta el abuelo.
– No ha podido subir, dice que tiene
mucha prisa – responde el querubín con cierta resignación.
– ¡Ah!
La figura de la abuela se recorta en el
dintel de la puerta del salón, como una espectral aparición,
diciendo:
–Se me olvidó comentarte que la
niña llamó esta mañana y me dijo que iba a dejarnos a Lucía
esta tarde, tenía cosas urgentes que hacer y por ello no ha
podido subir.
La abuela desaparece de la escena con
la misma sutileza y sigilo de su aparición. El abuelo, ya con los
dos ojos despabilados, observa a la que un día fue bella y atractiva
y hoy sigue siendo una hermosa mujer entrada en años, bella y
atractiva, pero con una memoria tan frágil como cuando era una
lozana y apuesta muchacha; contempla la sonrisa de Lucia, hermosa,
tierna, inigualable, estremecedora para centrarse de nuevo en su
ángel.
– Abuelo, tengo algo que preguntarte
– dice de repente el bello querube, como si una invisible señal
le refrescara repentinamente la joven memoria.
– Pues, dime, tesoro.
– Voy a por una cosa que he dejado
en la entrada y te lo pregunto. Vuelvo enseguida.
Con la misma agilidad que retrepó a
las rodillas del abuelo unos momentos antes, baja Lucia, corretea,
con pasos danzantes y armoniosos, para reaparecer de inmediato
enarbolando un cuaderno en sus manos.
Abre el cuaderno con infantil
impaciencia y sin más preámbulos espeta.
– Abuelo, ¿Quién descubrió
América en 1492?
– ¿en... 1492? – titubeó el
confundido abuelo.
Aquella, en apariencia, inocente
pregunta turbó inexorablemente al abuelo. Años atrás cuanto nació
Lucia, se había hecho la promesa a si mismo de no mentir nunca a
aquella pequeña criatura que le acababan de mostrar a través de un
cristal. Fue un día de nervios e inquietudes, una mañana plomiza y
gris, húmeda y fría. La familia, casi al completo esperaba en la
sala de espera, rodeados de infinidad de desconocidos que mostraban
las mismas inquietudes, preocupaciones y nervios que el resto, los
otros, los más veteranos en la materia, estarían de seguro apacibles esperando en la cafetería, con la serenidad que otorga la experiencia; hasta que la megafonía
convoca a los familiares de la paciente fulanita de tal, que no era
otra que su propia hija; acaba de parir una niña de cuatro kilos, lo
que despierta un expectante y sonoro murmullo entre todos los que
allí esperan, conocidos y no conocidos. Eso parece ser muchos
kilos de niña. Por indicación de la megafonía pasan a otra sala,
más pequeña, en la que destaca una pared acristalada. A través
de ella le muestran, a su yerno, su mujer y a él mismo la frágil
criatura que parecía poder quebrarse en aquellas manos expertas que la sostienen. La enfermera le desabrocha el pañal y enseña el
inequívoco sexo de niña. Si, en efecto no había lugar a duda: era una niña. Se fija en sus inquietas manos, sus pies agitados, su
cara enrojecida e impersonal. Todos los bebés son iguales, piensa el
abuelo entonces, solo los días irán marcando las diferencias, la
belleza de la pequeña se definirá, adquiriendo su propia personalidad,
rasgos determinados e irrepetibles. Pero en ese preciso momento, en
el que le enseñaron un ser viviente recién llegando al mundo, sin
apenas haber apagado el sonido de su primer llanto, el abuelo se hizo
a si mismo la solemne promesa de no mentir jamás a esa criatura, sin
entender lo irrealizable de ese compromiso.
–Sí, abuelo, en 1492... ¿Cuándo
sino? – dice Lucia con indisimulada desesperación.
–Pues... verás... según los
libros y muchas personas fue un tal Cristóbal Colón – algo se
iluminó en el semblante de Lucía. Su rostro mostró la
satisfacción de encontrar lo perdido, de refrescar lo olvidado
mientras asentía con levedad. Una sonrisa irresistible se dibujó en los bellos
labios de la pequeña, un regocijo encendió un rasgo de orgullo en
su rostro suave y virginal, como un resplandor de petulancia por la
innegable sabiduría del abuelo que era tan grande como la de su
maestra.
Lucia conocía que el único
modo de retener en su mente todos esos datos es que su abuelo le
contase los hechos a su modo, con su manera peculiar de ver el mundo.
– En realidad quien
descubrió de verdad América en uno de esos viajes fue un caballo,
el primero de todos fue un caballo – espetó el abuelo sin
pensarlo más.
La cara de asombro de Lucía
fue indescriptible.
– ¿Un caballo...?
– Sí, un caballo. –
reprimió las ganas de añadir y unos cuantos virus- Cuando Colón y
sus hombres llegaron a tierras americanas encontraron a hombres y
mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas que ya habitaban esas
tierras, vieron muchos tipos de animales que correteaban por los
prados, por los valles y las colinas, se escondían asustados por la
presencia de esos desconocidos humanos en sus madrigueras, trepaban
a árboles o altas rocas para refugiarse, se escabullían entre
estrechas grietas de esas mismas rocas; peces que nadaban en sus
lagos y ríos, en las aguas del mar cercanas de sus playas; bellas y
coloridas aves que surcaban sus cielos azules, con vuelo majestuoso y sereno, o inquieto y febril, para posarse en las
ramas de algún árbol y comerse sus olorosos, sabrosos y coloristas
frutos, y desde aquellas mismas ramas comenzar sus armoniosos
cánticos para atraer a los de su especie, sobre todo a las hembras y ahuyentar a los machos,
y construir con paciencia sus nidos, ellos, y en los depositaran, ellas, sus huevos y para que pequeñas, diminutas y desplumadas criaturas
nacieran al tiempo y piaran reclamando con frenesí ser alimentadas.
Sí, todo eso encontraron Colón y sus hombres. Pero no hallaron
ningún caballo. ¿Sabes por qué? - la pequeña negó con la
cabeza, boquiabierta de asombro ante el relato de su abuelo- pues
muy simple, porque no había ningún caballo en esas tierras. El
primer caballo llegó después, traído por los españoles en sus
barcos.
– ¿Entonces, un caballo
fue quien descubrió América, abuelo?
– Más o menos pequeña.
El primer hombre o mujer que descubrió América, Lucia, vivió y
murió hace mucho, mucho, muchísimo tiempo y nadie sabe su nombre,
ni tampoco la fecha en que lo hizo. – se ahorró la cifra de unos
quince mil años para no abrumar más a su ángel, tampoco estaba ya
él seguro de la exactitud de esos datos, miró de reojo su libro
electrónico que reposaba en una mesita cercana al sillón y recordó
haber leído el descubrimiento de algún fósil humano en Sudamérica
con una datación aún mayor. Ocultar un dato no era mentir, se
tranquilizó a si mismo.
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