martes, 9 de junio de 2020

La siesta






Terminada la recogida de los enseres de la cocina, la panza satisfecha, el hambre saciada o al menos aplacada, la digestión a punto de iniciar su momento de transmitir una irrefrenable modorra, aún con el amargo sabor del descafeinado sin leche, apenas una gotita para rememorar, con trampa, aquellos cafés cortados de sobremesa capaces de resucitar un muerto y que le empujaban y animaban a proseguir con sus tareas laborales; nada de azúcar o edulcorante para exprimir todo el sabor, el hombre se dispuso a comenzar uno de los momentos preferido del día: la siesta. Apenas acoplado en su sillón favorito, ubicado en el lugar favorito, el más fresco de la casa, indicado inocentemente por Jacky, su mascota, un Yorkshire dulce con ellos y arisco con el mundo, cariñoso con ellos y huraño con los desconocidos -en algún lugar había leído que los perros siempre sesteaban en el rincón de la casa donde reinaba la mayor frescura durante los veranos- y desde entonces, admirando la sabiduría animal y canina, ambos compartieron ese rincón hasta que su mascota un mal día decidió morirse porque ya estaba bien, sumiéndole en un profundo dolor cargado de añoranza.
Cerró los ojos rezándole a los dioses, a todos, pues el hombre no hacía distinción entre uno y otro con la finalidad de ahorrar disgustos innecesarios a los olvidados por negligencia o ignorados por desconocimiento, para que algún operador u operadora de Vodafone no tuviese la nefasta ocurrencia de llamarlo para hacerle una irrechazable oferta, infaliblemente a esa hora tan sagrada para todo español de bien que es la de la siesta.
Apenas cerrado los ojos, exhalado el suspiro de alivio, antesala de los momentos gloriosos que uno se dispone a disfrutar con profunda quietud y placidez, oye como la puerta de casa se abre y cierra, oye unos conocidos e inconfundibles pasos leves y gráciles, entusiastas, llenos de vida e impaciencia. Los pasos se detienen. Un ineludible compromiso se ha interpuesto entre ellos. El hombre abre un ojo, el derecho para más seña, lleno de asombro e impaciencia, algo decepcionado por el violento quebrantamiento de sus irrealizables planes. El izquierdo, permanece cerrado, resistiéndose a abrirse con pereza. Con la borrosa visión del ojo derecho, que apenas ha gozado de unos segundos de relax, entrevé los alegres saltitos de un ángel que corretea hacía él con desasosiego e intranquilidad, sus bucles y rizos saltarines, de un castaño tan claro que parecen rubios, llenos de vida propia, gozadores de una autonomías plena, repletos de tocante armonía revoloteando a los cuatro vientos. De repente el ángel salta sobre las maltrechas y artríticas rodillas del hombre. Pero es tal el placer de ver a aquel querubín, que apenas siente dolor. Se dan un fuerte abrazo, se llenan los carrillos de besos sonoros, húmedos y sinceros. Abuelo y nieta siguen fundidos en un abrazo inquebrantable como un aleación metálica, imposible de desunir una vez enfriada.
¿Y mamá?– pregunta el abuelo.
No ha podido subir, dice que tiene mucha prisa – responde el querubín con cierta resignación.
– ¡Ah! 
La figura de la abuela se recorta en el dintel de la puerta del salón, como una espectral aparición, diciendo:
 Se me olvidó comentarte que la niña llamó esta mañana y me dijo que iba a dejarnos a Lucía esta tarde, tenía cosas urgentes que hacer y por ello no ha podido subir.
La abuela desaparece de la escena con la misma sutileza y sigilo de su aparición. El abuelo, ya con los dos ojos despabilados, observa a la que un día fue bella y atractiva y hoy sigue siendo una hermosa mujer entrada en años, bella y atractiva, pero con una memoria tan frágil como cuando era una lozana y apuesta muchacha; contempla la sonrisa de Lucia, hermosa, tierna, inigualable, estremecedora para centrarse de nuevo en su ángel.
Abuelo, tengo algo que preguntarte – dice de repente el bello querube, como si una invisible señal le refrescara repentinamente la joven memoria.
Pues, dime, tesoro.
Voy a por una cosa que he dejado en la entrada y te lo pregunto. Vuelvo enseguida. 

Con la misma agilidad que retrepó a las rodillas del abuelo unos momentos antes, baja Lucia, corretea, con pasos danzantes y armoniosos, para reaparecer de inmediato enarbolando un cuaderno en sus manos.
Abre el cuaderno con infantil impaciencia y sin más preámbulos espeta.
Abuelo, ¿Quién descubrió América en 1492?
¿en... 1492? – titubeó el confundido abuelo.
Aquella, en apariencia, inocente pregunta turbó inexorablemente al abuelo. Años atrás cuanto nació Lucia, se había hecho la promesa a si mismo de no mentir nunca a aquella pequeña criatura que le acababan de mostrar a través de un cristal. Fue un día de nervios e inquietudes, una mañana plomiza y gris, húmeda y fría. La familia, casi al completo esperaba en la sala de espera, rodeados de infinidad de desconocidos que mostraban las mismas inquietudes, preocupaciones y nervios que el resto, los otros, los más veteranos en la materia, estarían de seguro apacibles esperando en la cafetería, con la serenidad que otorga la experiencia; hasta que la megafonía convoca a los familiares de la paciente fulanita de tal, que no era otra que su propia hija; acaba de parir una niña de cuatro kilos, lo que despierta un expectante y sonoro murmullo entre todos los que allí esperan, conocidos y no conocidos. Eso parece ser muchos kilos de niña. Por indicación de la megafonía pasan a otra sala, más pequeña, en la que  destaca una pared acristalada. A través de ella le muestran, a su yerno, su mujer y a él mismo la frágil criatura que parecía poder quebrarse en aquellas manos expertas que la sostienen. La enfermera le desabrocha el pañal y enseña el inequívoco sexo de niña. Si, en efecto no había lugar a duda: era una niña. Se fija en sus inquietas manos, sus pies agitados, su cara enrojecida e impersonal. Todos los bebés son iguales, piensa el abuelo entonces, solo los días irán marcando las diferencias, la belleza de la pequeña se definirá, adquiriendo su propia personalidad, rasgos determinados e irrepetibles. Pero en ese preciso momento, en el que le enseñaron un ser viviente recién llegando al mundo, sin apenas haber apagado el sonido de su primer llanto, el abuelo se hizo a si mismo la solemne promesa de no mentir jamás a esa criatura, sin entender lo irrealizable de ese compromiso.
Sí, abuelo, en 1492... ¿Cuándo sino? – dice Lucia con indisimulada desesperación.
Pues... verás... según los libros y muchas personas fue un tal Cristóbal Colón – algo se iluminó en el semblante de Lucía. Su rostro mostró la satisfacción de encontrar lo perdido, de refrescar lo olvidado mientras asentía con levedad. Una sonrisa irresistible se dibujó en los bellos labios de la pequeña, un regocijo encendió un rasgo de orgullo en su rostro suave y virginal, como un resplandor de petulancia por la innegable sabiduría del abuelo que era tan grande como la de su maestra.
Lucia conocía que el único modo de retener en su mente todos esos datos es que su abuelo le contase los hechos a su modo, con su manera peculiar de ver el mundo.
En realidad quien descubrió de verdad América en uno de esos viajes fue un caballo, el primero de todos fue un caballo – espetó el abuelo sin pensarlo más.
La cara de asombro de Lucía fue indescriptible.
¿Un caballo...?
Sí, un caballo. – reprimió las ganas de añadir y unos cuantos virus- Cuando Colón y sus hombres llegaron a tierras americanas encontraron a hombres y mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas que ya habitaban esas tierras, vieron muchos tipos de animales que correteaban por los prados, por los valles y las colinas, se escondían asustados por la presencia de esos desconocidos humanos en sus madrigueras, trepaban a árboles o altas rocas para refugiarse, se escabullían entre estrechas grietas de esas mismas rocas; peces que nadaban en sus lagos y ríos, en las aguas del mar cercanas de sus playas; bellas y coloridas aves que surcaban sus cielos azules, con vuelo majestuoso y sereno, o inquieto y febril, para posarse en las ramas de algún árbol y comerse sus olorosos, sabrosos y coloristas frutos, y desde aquellas mismas ramas comenzar sus armoniosos cánticos para atraer a los de su especie, sobre todo a las hembras y ahuyentar a los machos, y construir con paciencia sus nidos, ellos, y en los  depositaran, ellas, sus huevos y para que pequeñas, diminutas y desplumadas criaturas nacieran al tiempo y piaran reclamando con frenesí ser alimentadas. Sí, todo eso encontraron Colón y sus hombres. Pero no hallaron ningún caballo. ¿Sabes por qué? - la pequeña negó con la cabeza, boquiabierta de asombro ante el relato de su abuelo- pues muy simple, porque no había ningún caballo en esas tierras. El primer caballo llegó después, traído por los españoles en sus barcos.
– ¿Entonces, un caballo fue quien descubrió América, abuelo? 
Más o menos pequeña. El primer hombre o mujer que descubrió América, Lucia, vivió y murió hace mucho, mucho, muchísimo tiempo y nadie sabe su nombre, ni tampoco la fecha en que lo hizo. – se ahorró la cifra de unos quince mil años para no abrumar más a su ángel, tampoco estaba ya él seguro de la exactitud de esos datos, miró de reojo su libro electrónico que reposaba en una mesita cercana al sillón y recordó haber leído el descubrimiento de algún fósil humano en Sudamérica con una datación aún mayor. Ocultar un dato no era mentir, se tranquilizó a si mismo.


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