¿Fue su mirada envuelta en volátiles destellos de melancólica inteligencia la que me incitó a detenerme antes él? O ¿simplemente una azarosa casualidad?
Con gesto breve pedí permiso al hombre, tratando de vislumbrar sus ojos que asomaban tímidos entre el resquicio dejado por la bufanda, bajo la que se adivina una sonrisa complaciente, y el sombrero encasquetado hasta las cejas, con los que trataba de paliar los rigores de un invierno cruel, aún joven, para coger el solitario libro expuesto en su precario tenderete, con la intención de descubrir algo más sobre aquel tomo.
Era una edición antigua. Encuadernada con esmero y cuyo rutilante título, grabado sobre el envejecido cuero de la tapa en toscas letras de oro rezaba "El árbol de las palabras".
—Si lo hojea usted, lo devolverá como hacen todos —espetó mientras me lo alargaba con serenidad.—Tal vez sí o tal vez no —respondí con ironía
— ¿Quién es el autor?
—No tiene autor y a la vez pueden ser cientos, miles sus autores —respondió con misteriosa solemnidad.
Aquella inesperada respuesta me llenó de dudas sobre el equilibrio mental de mi interlocutor. Me contuve, retenido por la curiosidad, de dejar el libro y alejarme de aquel lugar.
— ¿Qué trata usted de insinuar, con lo de que no tiene autor?
—No insinúo nada, simplemente digo que usted mismo puede ser su autor.
— ¿Yo?
Entonces fue cuando abrí el libro al azar. Sus hojas estaban en blanco. Lo hojeé con nerviosismo, pero por más que pasase hojas todas estaban en blanco.
— ¿Qué tipo de broma es esta? –indagué con cierta indignación, algo exagerada en verdad, sintiéndome victima de una baladí burla por parte de un viejo demente.
—No se trata de ninguna broma, joven. Si pasa usted las hojas con la debida tranquilidad, como si lo estuviese leyendo, descubrirá entre dos de sus páginas una pequeña semilla incrustada en una oquedad apenas perceptible a simple vista. En esa semilla están todas las palabras que configuran este libro. Pero para ello es preciso cumplir unos requerimientos, entre los que se encuentran tener fe y desprenderse de cualquier atisbo de incredulidad que perturbe nuestra alma, deshacerse de los prejuicios burgueses que guían nuestros actos en la vida cotidiana. En definitiva creer en lo que se está haciendo.
››Esa semilla, una vez descubierta, hay que plantarla, regarla y cuidarla con la debida perseverancia. Pronto dará sus frutos y la paciencia; la condescendiente conducta se verán recompensadas con creces. Créame, joven, sólo la tenacidad, el tesón y la obstinación son capaces de lograr lo que a simple vista parece inalcanzable.
››Algo me dice que usted es capaz de obtenerlo. A esta altura la mayoría ya se hubiese marchado, farfullando por haber perdido el tiempo oyendo a un lunático como yo. Sin embargo, usted permanece aún ahí, eso si, dudando si echar a correr o terminar de oír lo que tengo que decir, pero al fin y al cabo sigue aquí. Alberga algo de fe. Y eso le dota de una fortaleza que debe aprovechar.
››Llévese el libro. Léalo con detenimiento, sin prisas, mírelo con ojos que quieran ver y entonces descubrirá usted lo que busca…
— ¿Cuánto quiere usted por él? –pregunté algo confundido por sus enigmáticas palabras.
— Debe desprenderse de esas obcecaciones burguesas. No todo se consigue a cambio de dinero. Haga lo que le he dicho y cuando alcance la gloria, entonces yo iré a arrebatársela, ese será el precio de este libro: la efímera celebridad que le reporte el libro que nacerá de esta semilla que me pertenece. Vaya, váyase y llévese el libro con usted.
Inquieto, impaciente y estremecido me alejé de aquel lugar notando el suave tacto del libro en mi mano. Ansiaba llegar a casa y poder descubrir qué había de cierto en las palabras de ese viejo librero. Mis sentimientos se debatieron durante el trayecto en oscilaciones como las de un péndulo, entre el escepticismo y la exasperada querencia de que aquella historia fuese real. Tenía que encontrar la semilla.
Me dispuse a leer aquel libro en blanco. Mis ojos escrutaron con minuciosidad las hojas vacías, sin hallar huella alguna de oquedad, de semilla. Nada. Absolutamente nada. Cada vez más convencido de mi bisoñez y embargado por el frustrante sentimiento de haber sido engañado por ese hombre como un vulgar incauto. Vencido por el soporífero letargo que me producía el sueño que me vencía, estaba a punto de cerrar con desilusión el libro cuando de repente reparé en una diminuta cavidad en la que se veía una ínfima lentejuela negra.
— ¡El viejo no me ha mentido! —logré gritar en mi soledad con innegable satisfacción.
Planté la semilla en una maceta que había dispuesto con antelación para tal fin. Cumplí con escrupulosidad monacal cada una de las instrucciones que me fueron dadas por el librero la víspera. Esa noche dormí sumido en cierta inquietud, en confusas ensoñaciones.
A la mañana siguiente cual no sería mi sorpresa al advertir un tierno tallo verde brotando, aún incipiente, en la maceta. Por la tarde el tallo había crecido con consideración. Lo trasplanté en el jardín, cerca de una acacia cuya ansiada sombra me cobijaba en verano.
Con curiosidad, me asomaba al ventanal para ver los cambios experimentados en el crecimiento del arbusto. Era asombrosa la rapidez de desarrollo de aquella planta. Pero nada comparado con la sorpresa que me deparada la mañana siguiente. Descendí, excitado por la curiosidad, al jardín. La planta había alcanzado la altura de la acacia y de su tallo central, que ahora era grueso y el verde de la tarde anterior había trasmutado hacia un castaño claro de una corteza que lo revestía enteramente y de la que manaban tiernos brotes de asombrosa policromía. Ninguno de los colores que teñían esos brotes se repetían, y eran decenas los botones que pronto serían ramas firmes y fuertes. De las que, a su vez, manaban yemas multicolores que fueron hojas que colgaba de esas ramas.
Al día siguiente, el árbol, que para mi tranquilidad había dejado de crecer, se había convertido en un frondoso follaje del que surgían flores tan variadas como los colores que las moteaban y olores que impregnaban el aire en su entorno a pesar del frío. Las flores se trocaron en frutos. Frutos de formas, colores y olores diversos. Sus sabores se adivinada tan variados como sus cualidades. Me atreví a recolectar una de esas frutas, era de un rosa intenso, de inefable textura, de olor suave y apetitoso, grande como una manzana. Al primer bocado sentí un sabor dulce invadir mi paladar, sin llegar a ser empalagoso. Un plácido regusto permaneció en mis labios de los que quiso brotar una palabra. Corrí a buscar el libro saboreando aún la huella de la fruta que permanecía en mi boca. Lo abrí delante del árbol y de mi garganta brotó la palabra amistad. Si ese era indudablemente el sabor de ese fruto: amistad que como un asustado insecto recorrió el blanco de las páginas del libro para pararse en un punto impreciso. Allí se detuvo la palabra amistad.
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