Cuesta adentrarse en el vericueto entresijo de la trama. Es como caminar en una tenue penumbra que apenas alumbra un lugar absolutamente desconocido, como caminar a ciegas, sin saber con certeza la estabilidad de allí donde se pone un pie y después el otro sin perder por ello el equilibrio, con la torpeza del niño que aún no sabe caminar adentrándose en un lugar novedoso, hasta que de repente se hace la luz y, entonces, todo fluye armoniosamente, con una agilidad insospechada. El verbo se hace verso, el verso se embadurna de belleza que sacude el alma de manera inesperada, sorpresiva. La lectura se aligera restableciendo un fluir hasta entonces añorado, que se echa de menos y se anhela para sacudir esa ignorancia y desconocimiento que parece envolver la lectura desde las primeras páginas. ¿Es real la locura o sólo fingida? ¿Es realmente amor lo que siente Hamlet por su amada, o tan sólo disimulo? ¿Es la sombra fruto de la alterada imaginación del protagonista?
Existir o no existir, esa es la cuestión, sin calavera en la mano. Tan sólo vuestra lectura desvelará el final de la tragedia.
Decepcionantes las ilustraciones.
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