Después de infructuosas horas de espera en la parada del Meliá este amanecer fue lo único que me llevé. Entré cuando una negra mortaja de oscuridad envolvía el mar y este saludo rompió mi letargo. Tan sólo el constante rumor de las olas inducía a pensar que el mar estaba vivo, que aún respiraba. La lechosa espuma de las ondas se adivinaba apenas en tanta negrura extendida, y ese olor ingénito a marisma que nos delata la cercanía del mar disipaba mis dudas. De cuanta paciencia hemos de armarnos en esta profesión en las largas noches de invierno, hasta que un sol de fuego emerge del fondo del horizonte para brindarte unos buenos días que diluye las amarguras pasadas. Casi seis horas desechadas, perdidas, si no llega a ser por mis libros.
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