miércoles, 31 de marzo de 2021

Una calle de Málaga

 


Mira Picasso, desde un muro de la Alcazaba, al cielo, tal vez atrapado en los recuerdos de uno de sus amores, los ojos colmados de melancolía mientras la lluvia llena las calles de góndolas venecianas, como ataúdes tristes llevan el canto melodioso y lírico del gondolero en tanto las parejas imaginadas gozan de un amor soñado.

En una de ellas añora su Puerto de Santa María, Rafael, marinero en tierra, desterrado y condenado a arrastrar la nostalgia de sus calles blancas, tanto como su cabellera, de un sol omnipresente, de un vino dorado en la taberna con sus convecinos entre charlas y partidas de dominó; de su arboleda perdida. Cabalga caballo cuatralbo, caballo de espuma, a galopar hasta enterrarlos en la mar.
Manuel Altolaguirre saluda la indiferencia de Picasso que semeja meditar el boceto de un cuadro futuro, con gesto lánguido a pesar de la felicidad de reencontrarse con la lluvia malagueña.
Federico añora a su Fuente Vaqueros y Fuente Vaqueros, entre choperas que despuntan al cielo de la hermosa Granada, añora a Federico que parece dormir en una cuneta mientras Bernarda, de luto infinito, eterno, trata de rescatarlo del letargo, ajena a lo definitivo de este. Definitivo y triste, sin retorno. Es una muerte de botas y tricornios de charol. Es una muerte por amar a alguien de su imagen y semejanza.
Y Vicente, lejos de su Sevilla natal, se reencuentra con esa luz malagueña que tanto amó, escribiendo en su corazón La destrucción o el amor.
Dalí, de pie en la proa de una góndola, manteniendo el equilibrio milagrosamente, con la solemnidad del mascarón de una nave insuflado de vida, dibuja en el aire, con enormes aspavientos, tal vez unos relojes antes de que se derritan.
Pasea Julio, lejos de su Buenos Aires, lejos de su Paris, agarrado de la mano de la Maga, protegidos de la lluvia tan solo por el amor. Buscan un rincón íntimo donde jugar a la rayuela.
Calle Larios se ha disfrazado de Gran Canal.
Y a la Catedral le quiere crecer la otra torre sumida en el olvido de tantos y tantos años por las corruptelas de un funcionario impío que distrajo unos cientos de miles de reales años ha.
El Obispo Herrera Oria, desde el barroco balcón del Palacio Episcopal, rastrea almas a las que redimir. Ahí va don Pío; Unamuno; Juan Ramón cabalgando un pollino plateado; Miguel, manco y soldado, manco y escritor, escoltado por la espigada figura que suspira a Dulcinea a lomos de Rocinante y la oronda sombra de su escudero soñador.
Góngora, lejos de la fresca sombra de su cordobesa Mezquita, rima y medita viejos tiempos a orillas de un Guadalquivir plácido.
Antonio compone, apartado de sus campos de Castilla, de su amada Sevilla.
Aquel de allí, corrigiendo su miopía tras redondos quevedos, con eterno aire de distracción y decaimiento.
Deambulan por la Plaza de la Merced, por las intrincadas calles de la judería; por las calles: Granada, Beatas, San Agustín y Alcazabilla, allí donde quedó parte de mi juventud, deleitándose, degustando en lentos sorbos unos caldos densos de esta tierra dulce y cálida, observados en silencio por el monte Gibralfaro en cuya laderas, otrora, reposaron las almas árabes enterradas en un desaparecido “maqbara” que encierra dolor y sufrimientos ya cicatrizados hasta el olvido. A los pies del monte, el pétreo teatro romano, donde aún se oyen los lejanos ecos declamados en tragedias remotas.
Sale el sol, el viento misericordioso se ha llevado las nubes. Calle Larios otra vez es calle Larios. El Gran Canal es sólo un recuerdo difuso. Pablo ya es otro Pablo. Miguel ya no es el mismo Miguel. Sus figuras se han desvanecido por el influjo colosal de una magia anónima.

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