No saben, los dioses estivales, cuan agradecido les estoy. Agradecido por los días y, sobre todo, las noches apacibles que nos están regalando, llenas de frescas brisas que nos hacen más llevaderas sus horas largas, ahora más sufribles y soportables, librándonos de esas aplastantes humedades que nos apoltronan en rincones, en apariencia frescos en los que nos refugiamos, negándonos hasta el aliento y anegando de sudor el cuerpo y el alma. No nos han vedado los aromas del jazmín ni el del la dama de noche, del clavel y del geranio, que siguen impregnando las noches serenas y consteladas, ni del canto de las cigarras anónimas que, en lugares ocultos a nuestros ojos, cantan a sus dioses propios nocturnas plegarias de agradecimiento. Siguen, como cada mañana, los pájaros saludando con sus trinos la llegada de un nuevo día. Temo que alguno de esos dioses ría en este momento la ingenuidad que no me permite sospechar lo que me espera a partir de este momento. Ese es mi temor. Es costumbre mía recelar de los dioses.
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