Tirano Banderas es una hermosa alegoría, una sátira del poder tiránico. Un hombre, la momia es denominado en más de una ocasión, refugiado en una atalaya y su decrepitud contempla desde su refugio, rodeado de gachupines y aduladores, un mundo a sus pies al que trata de conservar por todos los medios, induciendo a los demás a cometer cuantas tropelías y desmanes sean necesarias para que ese mundo no cambie. Se aferra a la falsa creencia que la vida es inamovible, como los clásicos griegos y romanos jamás pensaron en un mundo donde la esclavitud no fuese una normalidad y no una aberración, ni el señor feudal creyesen en la abolición de la servidumbre tal y como él normalizaba en sus relaciones con los siervos de la gleba. Desmintiendo una y otra vez la verdad del aserto de Heráclito de que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. No, el mundo, la sociedad, no es algo estático, por más que le pese a muchos, sino que en sus propias entrañas lleva la semilla del cambio, siempre hay algo nuevo bajo el sol, todo es cambiante, todo evoluciona, nada es perenne. Y esta alegoría así nos lo demuestra, o al menos excita nuestro intelecto para mostrárnoslo. Por más que el Tirano quiera preservar sus privilegios envolviéndolos en sagrada inamovible todo lo que le rodea, lanzando a sus adláteres y perros de guardias contra las masas sedientas de cambios, de libertad, hambrientas de justicia, hartas de hipócritas y falsas promesas, demandadoras de hacer añicos la resignada sumisión. El esclavo no nació para serlo, el siervo tampoco. Pero circunstancias sociales, políticas, culturales, jurídicas y religiosas así lo forjaron, pero este no es el lugar ni el momento de debatir. ¿Y el obrero, para qué nació el obrero, el trabajador, el campesino? Apostillo yo, sueña con ser manumitido, con vencer los escrúpulos para convertirse en un no obrero e imitar el papel de quien le ofrece unas migajas.
En la atmósfera que se respira en el libro, en su prosa, poesía pura, bella, hermosa, ¿panhispánicamericana?, compleja por el uso de términos incomprensibles para mi, queda latente el pesimismo decadente que envolvía a los escritores de esa generación. Las glorias largamente enaltecidas del Imperio español se derrumbaban como un frágil castillo de naipes. Siempre en el horizonte se vislumbra una luz esperanzadora.
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